sábado, 10 de septiembre de 2022

LA PARTIDA (DIARIO DE UNA VIDA)

Recogió todos sus trastos repartidos por la habitación como si de un campo de batalla se tratara, miró a su alrededor con esa mirada perdida de quien no tiene nada, era hora de marcharse, de dejar atrás la infancia, de echarse la mochila a la espalda e iniciar un nuevo camino hacia donde sus pasos le llevasen. La cama deshecha, las sábanas por el suelo, la almohada sin funda y los sueños desparramados por los rincones. Su mano acarició el brazo de una vieja butaca, su balanceo sonó como un leve crujido de huesos rotos, como una canción de cuna que jamás volvería a ser entonada, no dijo nada pero su alma se desgañitaba por recuperar aquellos días donde la alegría manaba desde el fondo de una mirada, desde las manos desnudas de las mujeres que le enseñaron todo lo que tenia sentido en la vida, de unos besos que no requerían permiso para acariciar sus mejillas, de unas sonrisas que solo escondían un amor incondicional. Era hora de partir, pero sus pies no se movían, parecían anclados a la madera del suelo por una fuerza invisible que le sujetaba desde los tobillos hasta el alma. Contempló la cocina vacía, una mesa de mármol envejecido, unas sillas desvencijadas y no puedo evitar sentir un escalofrío al recordar todas las risas que habían corrido por esa humilde habitación, las discusiones acaloradas ante una sartén de migas, los coloquios desenfadados entre sus abuelos y sus padres, las reprimendas por meter la mano en la olla rebosante de roscos calientes. Tenía que marcharse, pero los recuerdos le sujetaban con una extrema tozudez, se dejaba allí todo lo que quería, todo un compendio de sentimientos y vivencias que habían construido los cimientos de la persona que era hoy. Miró por la ventana sin cristal y pudo sentir la brisa que manaba del pasado, podía ver a su abuelo regando en los bancales, recogiendo higos o granadas, podía sentir como su abuela se acercaba por detrás con unos pasos apenas audibles y le agarraba por la cintura, solo tenía que cerrar los ojos para percibir el olor que desprendía su cuerpo. Cada paso era una condena, un exilio hacia un lugar desconocido, una sentencia pronunciada con la ausencia de todos sus seres queridos. Escuchó un portazo, una corriente de aire moviendo una puerta, pero se le hizo un nudo en el estómago, y por un instante, pensó que sería su madre la que entrase de la calle con esa sonrisa que siempre llevaba puesta, que podría abrazarla como había hecho a diario y sentir como su pelo negro jugueteaba con las líneas de su cara, cuanta felicidad acurrucada en cada rincón de esa casa, cuanto amor contenido en cada uno de sus pensamientos, cuanto cariño atesorado en cada uno de los músculos de su cuerpo. Esperó, un segundo, dos, tres, pero no entró nadie, solo los recuerdos que dan forma al pasado. Abrió la puerta, despacio, con ese miedo que da romper la magia que envuelve los momentos, con ese dolor que atenaza los huesos y te hace sentir tremendamente cansado. La puerta se cerró tras de sí, pero no volvió la vista atrás, todo lo que necesitaba lo llevaba consigo, todo lo que le importaba no se quedaba en esa casa se lo llevaba metido en la mochila de su alma.


Unas lágrimas recientes y la inmensidad de la tristeza
reflejada en el rostro inmaculado de alguien a quien aprecio
mucho me han hecho escribir estas palabras como un
homenaje a todo el cariño que le profeso.


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