El tiempo pasa, despacio, como una tarde de verano que se hace eterna en la retina, como una ola que se desliza sobre el mar en calma y nunca rompe contra la orilla, como unos labios que se buscan y cuando se encuentran el mundo se detiene. Hay días que rebusco en los bolsillos de la nostalgia un papel gastado donde una vez, hace ya eones, escribí unos versos apenas legibles, días tan aciagos que la memoria se llena de angustia, días donde daría todo lo que tengo por conversar contigo una tarde más. Hay días en los que rompo a llorar, no porque te fuiste sin una triste despedida, lloro porque nunca volverán los paseos a la cantina, las risas compartidas, los sueños que se fuero para nunca regresar. Hay días en los que me levanto deprisa, intentando llegar antes que tú a desayunar, y cuando entro en la cocina solo encuentro soledad, solo siento unas inmensas ganas de llorar. Hay días donde tu recuerdo es un velo apenas perceptible que me acaricia con el paso de las horas, pero otras veces se convierte en un muro donde mi alma se rompe en pedazos. Sé que el tiempo ha pasado, que la vida ha continuado su curso como un río incansable que solo busca el mar, como esas golondrinas del poeta que ya nunca volverán, como la amistad eterna que ni la muerte puede derrotar. Éramos jóvenes, intrépidos, valientes, no nos importaba el futuro ni nos parábamos a pensar en el pasado, solo había presente, solo existía el momento, la delicada geometría que postula la inocencia, los versos que nunca se escriben porque habitan en el aire, en las miradas, en el roce de una mano, en algo tan simple como el cariño. No das importancia a lo que tienes porque nunca lo has perdido, no valoras la compañía porque nunca has estado solo, no aprecias la necesidad de una persona hasta que el destino te priva de sus gestos, de sus palabras, del simpe hecho de estar a tu lado, de acurrucarte en su regazo cuando el mundo es un lugar cruel e inhóspito. El mundo me ha privado de una parte de mi ser, me ha robado unos momentos que deberían ser nuestros, me ha quitado para siempre tu sonrisa. Aún cierro los ojos y puedo verte caminar, sin prisa, por el patio desgastado de nuestro viejo instituto, y solo quiero sentir, de nuevo, el calor de tus abrazos. Ya no vivo en el presente, paseo por las calles desiertas de un futuro insípido, y a veces me detengo, como un vagabundo sin destino, a contemplar el escaparate de momentos donde se muestra mi pasado, y me quedo muy quieto, con la mirada perdida y los ojos húmedos como un niño perdido abrazado a la angustia de sentirse solo y desnudo de cariño.