Su mirada se posó en el esplendor en sus curvas, dibujó un poema de lujuria con el perfume de su cuerpo y escribió mil versos en el iris de sus ojos azules. Sus sueños se enredaron en el dorado destino de sus cabellos presos de una coleta inocente, se aferraron al vaivén de su cuerpo jugando con el aire que tímido rozaba sus formas. Una diosa hecha de gracia paseando el don de su belleza ante los ojos de un mundo que le rendía pleitesía absoluta. Su sonrisa regalaba momentos efímeros de placer cuando sus labios se deslizaban fugaces sobre unos rasgos celestes esculpidos por la belleza suprema. Sus piernas, gráciles arlequines de movimientos perfectos, deslizaban su etéreo esplendor entre un bullir de miradas que acariciaban todo el deseo que manaba de sus pasos ligeros. Era un manantial de sentimientos donde bebían los amores pasajeros, donde se acurrucaban manantiales de palabras hermosas que se perdían entre laberintos cuajados de su ausencia perpetua. Era el deseo esculpido en un cuerpo de mujer, una estatua de Afrodita viviente desafiando con el sabor de su mirada a los míseros humanos, que cautivos, soñaban sus besos ausentes. Se perdió en un cruce de calles, como si nunca hubiese existido, como ese sueño que una vez que despiertas huye de tu memoria para nunca volver, pero al igual que la terrible tormenta cuando pasa, solo dejó corazones rotos y poemas dolientes, y una calma abrazada al silencio que aún hoy alimenta mis sueños húmedos.
A la eterna belleza
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