Tenía los ojos fijos en ella, la
escultural figura lo miraba desafiante mientras su pecho se movía rítmicamente
a causa del cansancio. El combate se había prolongado más de lo esperado y
ambos contendientes se encontraban agotados por el esfuerzo. Earvin miró a la
espléndida mujer que tenía delante, observó el fiero brillo de sus ojos felinos
dispuestos a destrozarle el corazón de una estocada. Su mente se trasladó a
otros momentos y otros lugares, un tiempo en el que la mujer que tenía delante
había reinado en su vida destilando momentos de efímero placer, por un instante
parecía que su corazón blindado al dolor flaqueaba atravesado por los recuerdos
de una felicidad huida tiempo atrás. Aún ahora, no conseguía entender como
podía estar combatiendo con la mujer que amaba, no comprendía la traición que
le atenazaba las entrañas como un abrazo mortal. Le había dado todo a la mujer
que tenía ante sí, había renunciado a un reino, a una vida cubierta de gloria,
a la grandeza alcanzada en los campos de batalla, a los placeres mundanos por
satisfacer sus deseos más ínfimos, por rodearla de una felicidad que la hiciese
inmune al dolor. La miraba con la rabia acurrucada en su alma, con el corazón
encogido por el dolor; aún la amaba con la fuerza de mil gigantes, aún iría a
las mismas puertas del infierno y se enfrentaría a una legión de demonios
hambrientos de su alma por arrancarle una sonrisa de sus pérfidos labios. Había
sido un poeta acomodado entre los brazos de Hanna, así se llamaba la mujer que
lo miraba con desprecio, la mujer que un día cercenó la felicidad de su vida y
huyó en busca de una felicidad que nunca encontró. La persiguió durante años,
derrotó a enemigos formidables, venció en batallas colosales y con el paso del
tiempo y de múltiples guerras llegó a convertirse en leyenda. Un guerrero
formidable, un héroe dispuesto a sacrificar su vida por derrotar a la
injusticia. Una sonrisa se dibujo en sus labios, aquellos que contrataban sus
servicios, quienes buscaban al mercenario que no temía a la muerte, no sabían
que él ya había muerto mucho tiempo atrás, aniquilado por las pérfidas palabras
de una valkiria sedienta de poder y gloria. No temía a la muerte porque estaba
muerto, había regresado del infierno en el que luchó durante largo tiempo pero
su alma quedó atrapada allí, luchando por escapar de una prisión de
sentimientos que se había convertido en una eterna condena de un dolor
insufrible, resignada a vivir en el mundo de los muertos, esperando la llegada
de un cuerpo que aún no sabía que había muerto hacía tiempo, mucho tiempo.
Durante la búsqueda de sus sueños perdidos había luchado con tantos enemigos y
había abatido a tantos tiranos que el único retazo de humanidad que le quedaba
estaba sujeto a la mujer con la que ahora luchaba dispuesto a sellar su destino
para siempre. Sabía que fuese cual fuese el resultado del combate que se estaba
desarrollando él iba a perder. Si vencía, mataría el amor eterno que sentía por
un ser carente de sentimientos, si era derrotado moriría bajo el frío acero de
un corazón aún más frío, pero si algo tenía claro era que su orgullo le impedía
morir a manos de aquella fiera guerrera que ya lo había matado una vez, esta
vez no, contaba con todos los medios para derrotar a un ser vil, a una preciosa
odalisca de pechos turgentes y cálidas caderas, no, esta vez no pensaba perder.
Una
ráfaga de aire helado le devolvió a la realidad, al combate fratricida con su
pasado. La mujer que tenía delante era morena, de piel blanca y ojos azules
como el cielo infinito, de una claridad diáfana. Un cuerpo esbelto repleto de
curvas seductoras y músculos perfilados que afianzaban aún más su feminidad y
despertaban los deseos más oscuros. Cuantos hombres, cuantos grandes guerreros
habrán sido abatidos por esos encantos, pensó Earvin. Cuantos corazones habrán
dejado de latir amparados en el acero glaciar de unos cálidos brazos y unos
labios prometiendo placeres inconfesables. Por un momento una leve sonrisa
apareció en sus labios, una mueca casi inexpresiva de una historia que estaba a
punto de alcanzar el desenlace final. El pelo le caía sobre los hombros como una
cascada de negras promesas, cubriendo parte de su espalda desnuda. Un mechón
rebelde se deslizaba travieso por su rostro cubriendo uno de sus preciosos
ojos. Cuanta belleza para un corazón tan turbio, se hubiese perdido en las
curvas de su cuerpo para siempre, una vez lo hizo y fue muy feliz durante unos
instantes que parecieron una eternidad. Movió la cabeza con rabia, esos
pensamientos demostraban su enorme debilidad ante el adversario que tenía
delante, no podía flaquear, la más mínima duda le llevaría al lugar donde
descansan eternamente los valientes. Su adversario se movió con lentitud
mientras las espadas describían movimientos suaves en sus manos, las sujetaba
con firmeza, unas armas talladas con absoluta exquisitez que concordaban a la
perfección con su dueña, finas líneas prometiendo una muerte certera.
Hanna
se lanzó al ataque golpeando sin piedad, cada movimiento de sus espadas se
encontraba con la muralla defensiva de su adversario, los golpes eran repelidos
uno tras otro con furia. Una lluvia de ataques buscando terminar un combate que
se hacía interminable, golpe tras golpe Earvin retrocedía parando cada uno de
los ataques pero perdiendo un terreno que se hacia precioso. Los ojos de Hanna
brillaban con la rabia contenida, su garganta profería gritos que acompañaban a
cada golpe como un glosario de salmos desesperados recitados a la muerte. Una
de las espadas alcanzó el torso de Earvin abriendo una brecha en su abdomen por
la que comenzó a manar sangre de forma abundante, pero él apenas si sintió la
herida. Retrocedió aún más de un salto y se preparó para un nuevo ataque. Ella
lo miraba desafiante, mientras su pecho continuaba subiendo y bajando con
asombrosa rapidez. El cansancio comenzaba a hacer mella en su cuerpo, sus gráciles
movimientos se habían tornado más lentos y torpes, pero conservaba toda la
rabia contenida, quería matar a ese individuo, desterrarlo para siempre al
mundo del olvido y mandar su alma al infierno de donde nunca debió salir, ella
no sabía que eso ya era imposible, no se puede matar aquello que esta muerto.
Earvin sonrió con amargura y de sus labios tan solo salió unas palabras.
-
Esta vez no, mi amor, esta vez no podrás dañarme.
Ella gritó y
se lanzó de nuevo a un ataque sin descanso buscando la muerte de quién le había
dado todo, era el único que conocía su historia, la única persona que conocía
todos sus secretos, todas sus debilidades, el único que conocía lo pérfido de
su corazón y las traiciones que le habían llevado a ostentar todo el poder del
que gozaba en estos momentos, y no estaba dispuesta a perder todo eso por una
historia de amor que para ella ya no significaba nada. Tenía que haberlo matado
cuando tuvo la oportunidad, cuando estaba de rodillas ante ella y suplicaba que
no se marcharse, cuando las lágrimas bañaban su rostro y pedía a gritos una
muerte que le alejase para siempre del dolor, había sido un error, el único
error de su vida, debía haber acabado con él en ese instante y ahora los
fantasmas del pasado la acosaban. Las espadas describían círculos en sus manos
buscando dar el golpe de gracia que pusiese fin a una historia inacabada, una
historia que tenía su final en los Montes Perdidos.
Earvin paró el
último golpe de su contrincante y su puño se estrelló contra su rostro, Hanna
salió como impulsada por un resorte y cayó de bruces a varios metros de
distancia, rodó sobre sí misma y termino en pie a diez metros de distancia.
Sangraba con profusión por la nariz, la sangre resbalaba por sus labios y goteaba
sobre su pecho. Sus ojos destilaban un odio irracional, por un instante Earvin
pensó que eran los mismos ojos de un demonio los que lo miraban. A pesar del
amor, del dolor, de la traición, de las promesas incumplidas y las heridas
abiertas no podía dudar ni un instante, la más mínima duda le costaría la
muerte y en estos momentos no estaba dispuesto a morir a manos de la guerrera
que tenía delante.
Esta vez fue
él el que se lanzó a por su rival. La espada que había quitado la vida a tantos
y tantos tiranos, a cientos de demonios y a todas aquellas aberraciones que se
habían cruzado en su camino buscó el corazón de la mujer que tenía delante.
Ella se preparó esperando la acometida, giró sobre si misma esquivando la primera
estocada y una de sus espadas intentó alcanzar el cuello de Earvín, éste se
agachó evitando el golpe final, su espada cambió de dirección y se hundió en el
pecho de Hanna mientras una patada en la rodilla la mandaba al suelo y le hacía
perder una de sus espadas. Ambos terminaron en el suelo pero Earvin se levantó
con rapidez observando los intentos de su contrincante por recuperar la
vertical. Ella se apoyo en la espada y consiguió levantarse con un enorme
esfuerzo. La espada de Earvin empapada en la sangre de su rival miraba al suelo
y unas gotas escapaban de su filo estrellándose en el suelo y mezclándose con
la tierra. Ella había perdido la mirada desafiante, ahora sus ojos reflejaban
miedo, el miedo a ver la muerte tan cercana, jamás había tenido que enfrentarse
a ella, siempre había conseguido esquivar sus embates y burlarla, pero
finalmente la tenía delante dispuesta a cobrarse todas las mentiras y
traiciones de su oscuro corazón.
Dejó caer la
espada al suelo y miró suplicante a su rival. Earvin se acercó a ella con la
espada en la mano hasta llegar a su altura. Sus ojos negros reflejaban la
eterna tristeza que atenazaba su vida, sus ojos se encontraron como antaño y él
no pudo evitar que una sonrisa apareciese en sus labios, de repente ella se
desplomó y él dejó caer la espada y la cogió entre sus brazos para evitar que
cayese. Sabía que acababa de librar al mundo de un ser horripilante, que la
preciosa mujer que se moría entre sus brazos había cometido todo tipo de
atrocidades para su propio beneficio y que alguien tenía que erradicar su
existencia de la faz de la tierra, había sido él. El único ser humano que la
había amado aún sabiendo lo que era, que habría dado su propia vida por retener
la felicidad a su lado eternamente, había sido él quién acabase con su vida
para siempre. Las lágrimas surcaban su rostro, mudos testigos de su eterna
devoción mientras los últimos vestigios de una vida escapan entre sus brazos.
-
Lo siento, dijo ella, mientras el azul de sus ojos
perdía su brillo celestial.
Earvin no dijo
nada, sus labios se acercaron a los de ella y se fusionaron en un beso eterno
que apenas duró unos segundos, cuando sus labios se separaron ella ya estaba
muerta, el azul infinito de sus ojos se reflejo en los ojos negros, como la
misma muerte, del guerrero. La abrazó contra su pecho mientras lloraba como
aquel niño que huyó de su vida cuando ella lo dejó. Se levantó con ella en
brazos y la depositó con toda la dulzura del mundo sobre unos lirios que
crecían silvestres, excavó con su propia espada la tumba donde descansaría
eternamente su corazón y allí en los Montes Perdidos dejó enterrada para
siempre su vida.
Era noche
cerrada cuando montó sobre su caballo, por unos instantes dudó, pero no quiso
mirar atrás, era la tumba de su amada pero también era la suya propia, él había
muerto ese mismo día en los Montes Perdidos y yacería para siempre junto a
ella. Espoleó su caballo con tristeza y galopó hacia la eterna oscuridad que se
ceñía sobre su vida perdiéndose en los oscuros recodos de una noche sin fin.
Una ráfaga de aire helado acarició la montaña y meció con furia los lirios que
descansaban sobre la tumba. En una roca se podía leer escrito con sangre:
“Aquí yace el
corazón de un guerrero”
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