Recogió todos sus trastos repartidos por la habitación como si de un campo de batalla se tratara, miró a su alrededor con esa mirada perdida de quien no tiene nada, era hora de marcharse, de dejar atrás la infancia, de echarse la mochila a la espalda e iniciar un nuevo camino hacia donde sus pasos le llevasen. La cama deshecha, las sábanas por el suelo, la almohada sin funda y los sueños desparramados por los rincones. Su mano acarició el brazo de una vieja butaca, su balanceo sonó como un leve crujido de huesos rotos, como una canción de cuna que jamás volvería a ser entonada, no dijo nada pero su alma se desgañitaba por recuperar aquellos días donde la alegría manaba desde el fondo de una mirada, desde las manos desnudas de las mujeres que le enseñaron todo lo que tenia sentido en la vida, de unos besos que no requerían permiso para acariciar sus mejillas, de unas sonrisas que solo escondían un amor incondicional. Era hora de partir, pero sus pies no se movían, parecían anclados a la madera del suelo por una fuerza invisible que le sujetaba desde los tobillos hasta el alma. Contempló la cocina vacía, una mesa de mármol envejecido, unas sillas desvencijadas y no puedo evitar sentir un escalofrío al recordar todas las risas que habían corrido por esa humilde habitación, las discusiones acaloradas ante una sartén de migas, los coloquios desenfadados entre sus abuelos y sus padres, las reprimendas por meter la mano en la olla rebosante de roscos calientes. Tenía que marcharse, pero los recuerdos le sujetaban con una extrema tozudez, se dejaba allí todo lo que quería, todo un compendio de sentimientos y vivencias que habían construido los cimientos de la persona que era hoy. Miró por la ventana sin cristal y pudo sentir la brisa que manaba del pasado, podía ver a su abuelo regando en los bancales, recogiendo higos o granadas, podía sentir como su abuela se acercaba por detrás con unos pasos apenas audibles y le agarraba por la cintura, solo tenía que cerrar los ojos para percibir el olor que desprendía su cuerpo. Cada paso era una condena, un exilio hacia un lugar desconocido, una sentencia pronunciada con la ausencia de todos sus seres queridos. Escuchó un portazo, una corriente de aire moviendo una puerta, pero se le hizo un nudo en el estómago, y por un instante, pensó que sería su madre la que entrase de la calle con esa sonrisa que siempre llevaba puesta, que podría abrazarla como había hecho a diario y sentir como su pelo negro jugueteaba con las líneas de su cara, cuanta felicidad acurrucada en cada rincón de esa casa, cuanto amor contenido en cada uno de sus pensamientos, cuanto cariño atesorado en cada uno de los músculos de su cuerpo. Esperó, un segundo, dos, tres, pero no entró nadie, solo los recuerdos que dan forma al pasado. Abrió la puerta, despacio, con ese miedo que da romper la magia que envuelve los momentos, con ese dolor que atenaza los huesos y te hace sentir tremendamente cansado. La puerta se cerró tras de sí, pero no volvió la vista atrás, todo lo que necesitaba lo llevaba consigo, todo lo que le importaba no se quedaba en esa casa se lo llevaba metido en la mochila de su alma.
sábado, 10 de septiembre de 2022
LA PARTIDA (DIARIO DE UNA VIDA)
viernes, 2 de septiembre de 2022
MUJERES DE FUEGO, CORAZONES DE HIELO
Se llevó el rubor de la mañana, los atardeceres hechos con el lápiz de la rutina, la soledad que vivía aferrada a su triste compañía. Me dejó con esas palabras que dan forma al silencio, con las lágrimas que solo habitan en la melancolía, con esos besos insulsos que saben a la más triste de las despedidas. Se fue por las calles pavimentadas con su tenue recuerdo, por los pasillos de una vida escrita en la amplitud de sus caderas, por las habitaciones donde los sueños corretean desnudos. Aún puedo verla cuando cierro los ojos, cuando paso junto a un banco vacío, cuando escucho una risa o cuando mi mano acaricia las sábanas frías. Se marchó cuando llegó la primavera, cuando los campos se visten con flores y el tiempo sabe a helado de pistacho. Me dejó una vida vacía, una mirada lasciva, el aroma de su cuerpo desnudo, la candidez de su sonrisa. Nunca fui dado a conservar el pasado, a bailar sin freno con los amores de paso, a enamorarme de esas mujeres que cuando se van se llevan consigo todo el amor que les has dado, pero a veces, cuando el corazón se entristece y el invierno nunca se acaba, buscas el calor de amores que sabes que te dejarán sin aliento, que durarán lo que dura un orgasmo, que se consumirán en el mismísimo fuego que ahora quema el deseo. Se fue, tenía que marcharse, lo sabía desde el primer beso, desde que sus manos recorrieron mi cuerpo, desde que me miro a los ojos y vi la tristeza de su corazón frío. Quemó hasta el último de mis excesos, me dejó el amor en los huesos y ese amargo regusto a sueños rotos que dejan las mujeres de fuego cuando se consume su último beso. Ahora habito el páramo frío de un corazón que se muere de hastío, de un fuego que se apagó con su exilio, de un otoño infinito donde se marchita el sabor de su aliento, pero cuando cierro los ojos aún puedo sentir el fuego que exhalaba su cuerpo.