Se detuvo en el borde del campo de juego. Se quedó quieto como el soñador que se encuentra cara a cara con sus sueños, admirando la delicada perfección contenida en las suaves líneas de su rostro, enamorado del halo que dejaba su sonrisa tras ejecutar cada gesto técnico. Veía el perfume de su cuerpo en cada uno de sus movimientos, la belleza serena que manaba de cada uno de sus gestos. El bote del balón sonaba como los acallados latidos que yacen en las habitaciones de la devoción, como un repiqueteo de besos escritos en el parquet, pero no pudo entrar, no quería romper la belleza del momento, la sinfonía de pasiones desmedidas que componían los movimientos de su cuerpo. Se quedó allí, con una media sonrisa y un corazón oxidado, contemplando como el tiempo se detenía cuando ella levitada con sus alas invisibles sobre la pista y el balón se besaba con el aro. Contempló su delicada belleza, la pulcra necesidad que crea la distancia, sus manos escribiendo versos con el espacio y el tiempo, y ese sonido irrepetible cuando el balón se desliza por el aro y acaricia la red con suma timidez, sin duda, no había nada más hermoso en el mundo. La miraba, en silencio, no quería romper la magia que crean los momentos, sus ojos la seguían con la misma delicada parsimonia con la que ella realizaba cada uno de sus movimientos. Sabía que la felicidad habitaba en esa preciosa jugadora de movimientos perfectos y mirada perdida que hacía del juego una pasión desmedida, de esa chica que entrenaba en silencio pero cada gesto era un grito desesperado al amor que le procesaba al baloncesto. La besó con la mirada y se alejó sin decirle nada, dejó que su amor corretease divertido por ese campo de sueños. Y mientras se alejaba no quiso volver la vista atrás, si volvía a mirarla, sabía que no podría dejarla jamás
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