Abrió los ojos. El sol dibujaba caricias de fuego en el pergamino de su piel morena. Veredas de placer imaginario por donde los arlequines del tiempo paseaban su belleza serena. Se desperezo, y el sabor de sus ojos paladeó el turquesa de un cielo infinito que cubría la exquisitez de sus encantos. Cuantos besos escondidos en el perfil de sus labios sensuales, cuantos poemas escritos con el delicado pincel de una mirada que lo dice todo y no calla nada. Un soneto al esplendor, cálido y húmedo, dibujado sobre sábanas de raso bruno. Un manantial de pecados donde condenar mi alma para siempre al ostracismo de su desdén. Su sonrisa alimento mi espera como un sorbo de necesidad apremiante y mi corazón, ávido de placeres, se condenó para siempre al sonido perenne de sus orgasmos eternos.
AYA.
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