viernes, 3 de agosto de 2012


EL COMBATE (1)

 Tenía los ojos fijos en ella, la escultural figura lo miraba desafiante mientras su pecho se movía rítmicamente a causa del cansancio. El combate se había prolongado más de lo esperado y ambos contendientes se encontraban agotados por el esfuerzo. Earvin miró a la esplendida mujer que tenía delante, observó el fiero brillo de sus ojos de gata dispuestos a destrozarle el corazón de una estocada. Su mente se trasladó a otros momentos y otros lugares, un tiempo en el que la mujer que tenía delante había reinado en su vida destilando momentos de efímero placer, por un instante pareció que su corazón blindado al dolor flaqueaba atravesado por los recuerdos de una felicidad huida tiempo atrás. Aún hoy, no conseguía entender como podía estar combatiendo con la mujer que amaba, no comprendía la traición que le atenazaba las entrañas como un abrazo mortal. Le había dado todo a esa arpía que ahora tenía delante, había renunciado a un reino, a una vida cubierta de gloria, a la grandeza alcanzada en los campos de batalla, a los placeres mundanos por satisfacer sus peticiones, por rodearla de una felicidad que la hiciese inmune al dolor. La miraba con la rabia acurrucada en su alma, con el corazón encogido por el dolor, aún la amaba con la fuerza de mil gigantes, aún iría a las mismas puertas del infierno y se enfrentaría a una legión de demonios hambrientos de su alma por arrancarle una sonrisa de sus pérfidos labios. Había sido un poeta acomodado entre los brazos de Hanna, así se llamaba la mujer que lo miraba con desprecio, la mujer que un día cercenó la felicidad de su vida y huyó en busca de un paraíso que nunca encontró. La persiguió durante años, derrotó a enemigos formidables, venció en batallas colosales y con el paso del tiempo y de las guerras llegó a convertirse en leyenda. Un guerrero formidable, un héroe dispuesto a sacrificar su vida por derrotar a la injusticia. Una sonrisa se dibujo en sus labios, aquellos que contrataban sus servicios, quienes buscaban al mercenario que no temía a la muerte, no sabían que él ya había muerto mucho tiempo atrás, aniquilado por las pérfidas palabras de una valkiria sedienta de poder y gloria. No temía a la muerte porque estaba muerto, había regresado del infierno en el que luchó durante largo tiempo pero su alma quedó atrapada allí, luchando por escapar de una prisión de sentimientos que se había convertido en una eterna jaula dorada de dolor, resignada a vivir en el mundo de los muertos, esperando la llegada de un cuerpo que aún no sabía que había muerto hacía mucho, mucho tiempo. Durante la búsqueda de sus sueños perdidos había luchado con tantos enemigos y había matado a tanta gente que el único retazo de humanidad que le quedaba estaba sujeto a la mujer con la que ahora luchaba dispuesto a sellar su destino para siempre. Sabía que fuese cual fuese el resultado del combate que se estaba desarrollando él iba a perder. Si vencía mataría el amor eterno que sentía por un ser carente de sentimientos, si era derrotado moriría bajo el frío acero de un corazón aún más frío, pero si algo tenía claro era que su orgullo le impedía morir a manos de aquella persona que ya lo había matado una vez, esta vez no, contaba con todos los medios para derrotar a un ser vil, a una arpía de pechos turgentes y cálidas caderas, no esta vez no pensaba perder.

            Una ráfaga de aire helado le devolvió a la realidad, al combate fratricida con su pasado. La mujer que tenía delante era morena, de piel blanca y ojos azules como el cielo infinito, de una claridad diáfana. Un cuerpo esbelto repleto de curvas seductoras y músculos que afianzaban aún más su feminidad y despertaban sus oscuros deseos. Cuantos hombres, cuantos grandes guerreros habrán sido abatidos por esos encantos pensó Earvin. Cuantos corazones habrán dejado de latir amparados en el acero glaciar de unos cálidos brazos y unos labios prometiendo placeres inconfesables. Por un momento una leve sonrisa apareció en sus labios, una mueca casi inexpresiva de una historia que estaba a punto de alcanzar el desenlace final. El pelo le caía sobre los hombros como una cascada de negras promesas, cubriendo parte de su espalda desnuda. Un mechón rebelde se deslizaba travieso por su rostro cubriendo uno de sus preciosos ojos. Cuanta belleza para un corazón tan turbio, se hubiese perdido en las curvas de su cuerpo para siempre, una vez lo hizo y fue muy feliz durante unos instantes que parecieron una eternidad. Movió la cabeza con rabia, esos pensamientos demostraban su enorme debilidad ante el adversario que tenía delante, no podía flaquear, la más mínima duda le llevaría al lugar donde descansan eternamente los valientes. Su adversario se movió con lentitud mientras las espadas describían movimientos suaves en sus manos, las sujetaba con firmeza, unas armas talladas con absoluta exquisitez que concordaban a la perfección con su dueña, finas líneas prometiendo una muerte certera.

            Hanna se lanzó al ataque golpeando sin piedad, cada movimiento de sus espadas se encontraba con la muralla defensiva de su adversario, los golpes eran repelidos uno tras otro con furia. Una lluvia de ataques buscando terminar un combate que se hacía interminable, golpe tras golpe Earvin retrocedía parando cada uno de los ataques pero perdiendo un terreno que se hacia precioso. Los ojos de Hanna brillaban con la rabia contenida, su garganta profería gritos que acompañaban a cada golpe como un canto desesperado de muerte. Una de las espadas alcanzó el torso de Earvin abriendo una brecha en su abdomen por la que comenzó a manar sangre de forma abundante, pero él apenas si sintió la herida. Retrocedió aún más de un salto y se preparó para un nuevo ataque. Ella lo miraba desafiante, mientras su pecho continuaba subiendo y bajando con asombrosa rapidez. El cansancio comenzaba a hacer mella en su cuerpo, sus movimientos felinos se habían tornado más lentos y torpes, pero conservaba toda la rabia contenida, quería matar a ese individuo, desterrarlo para siempre al mundo del olvido y mandar su alma al infierno de donde nunca debió salir, ella no sabía que eso ya era imposible, no se puede matar aquello que esta muerto. Earvin sonrió con amargura y de sus labios tan solo salió unas palabras.

-          Esta vez no, mi amor, esta vez no puedes dañarme.

Ella grito y se lanzó de nuevo a un ataque sin descanso buscando la muerte de quién le había dado todo, era el único que conocía su historia, la única persona que conocía todos sus secretos, todas sus debilidades, el único que conocía lo pérfido de su corazón y las traiciones que le habían llevado a ostentar todo el poder del que gozaba en estos momentos, y no estaba dispuesta a perder todo eso por una historia de amor que para ella ya no significaba nada. Tenía que haberlo matado cuando tuvo la oportunidad, cuando estaba de rodillas ante ella y suplicaba que no se marcharse, cuando las lágrimas bañaban su rostro y pedía a gritos una muerte que le alejase para siempre del dolor, había sido un error, el único error de su vida, debía haber acabado con él en ese instante y ahora los fantasmas del pasado la acosaban. Las espadas describían círculos en sus manos buscando dar el golpe de gracia que pusiese fin a una historia inacabada, una historia que tenía su final en los Montes Perdidos.

Earvin paró el último golpe de su contrincante y su puño se estrelló contra su rostro, Hanna salió como impulsada por un resorte y cayó de bruces a varios metros de distancia, rodó sobre sí misma y termino en pie a diez metros de distancia. Sangraba con profusión por la nariz, la sangre resbalaba por sus labios  y  goteaba sobre su pecho. Sus ojos destilaban un odio irracional, por un instante Earvin pensó que eran los mismos ojos de un demonio los que tenía delante. A pesar del amor, del dolor, de la traición, de las promesas incumplidas y las heridas abiertas no podía dudar ni un instante, la más mínima duda le costaría la muerte y en estos momentos no estaba dispuesto a morir a manos de la zorra que tenía delante.

Esta vez fue él el que se lanzó a por su rival. La espada que había quitado la vida a tantos y tantos tiranos, a cientos de demonios y a todas aquellas aberraciones que se habían cruzado en su camino buscó el corazón de la mujer que tenía delante. Ella se preparó esperando la acometida, giró sobre si misma esquivando la primera estocada y una de sus espadas intentó alcanzar el cuello de Earvín, éste se agachó evitando el golpe final, su espada cambió de dirección y se hundió en el hombro de Hanna mientras una patada en la rodilla la mandaba al suelo y le hacía perder una de sus espadas. Ambos terminaron en el suelo pero Earvin se levantó con rapidez observando los intentos de su contrincante por recuperar la vertical. Ella se apoyo en la espada y consiguió levantarse con un enorme esfuerzo. La espada de Earvin empapada en la sangre de ella miraba al suelo y unas gotas escapaban de su filo estrellándose en el suelo y mezclándose con la tierra. Ella había perdido la mirada desafiante, ahora sus ojos reflejaban miedo, el miedo a ver la muerte tan cercana, jamás había tenido que enfrentarse a ella, siempre había conseguido esquivar sus embates y burlarla pero finalmente la tenía delante dispuesta a cobrarse todas las mentiras y traiciones de su oscuro corazón.

Dejó caer la espada al suelo y miró suplicante a su rival. Earvin se acercó a ella con la espada en la mano hasta llegar a su altura. Sus ojos negros reflejaban la eterna tristeza que atenazaba su vida, sus ojos se encontraron como años atrás y él no pudo evitar que una sonrisa apareciese en sus labios, de repente ella se desplomó y él dejó caer la espada y la cogió entre sus brazos para evitar que cayese. Sabía que acababa de librar al mundo de un ser horripilante, que la preciosa mujer que se moría entre sus brazos había cometido muchas atrocidades para su propio beneficio y que alguien tenía que erradicar su existencia de la faz de la tierra, había sido él. El único ser humano que la había amado aún sabiendo lo que era, que habría dado su propia vida por retener la felicidad a su lado eternamente, había sido quién acabase con su vida para siempre. Las lágrimas surcaban su rostro, mudos testigos de su eterna devoción mientras los últimos vestigios de una vida escapan entre sus brazos.

-          Lo siento, dijo ella.

Earvin no dijo nada, sus labios se acercaron a los de ella y se fusionaron en un beso eterno que apenas duró unos segundos, cuando sus labios se separaron ella ya estaba muerta, el azul infinito de sus ojos se reflejo en los ojos negros, como la misma muerte, del guerrero. La abrazó contra su pecho mientras lloraba como aquel niño que huyó de su vida cuando ella lo dejó. Se levantó con ella en brazos y la depositó con toda la dulzura del mundo sobre unos lirios que crecían silvestres, excavó con su propia espada la tumba donde descansaría eternamente su corazón y allí en los Montes Perdidos dejó enterrada para siempre su vida.

 Era noche cerrada cuando montó sobre su caballo, por unos instantes dudó, pero no quiso mirar atrás, era la tumba de su amada pero también era la suya propia, él había muerto ese mismo día en los Montes Perdidos y yacería para siempre junto a ella. Espoleó su caballo con tristeza y galopó hacia la eterna oscuridad que se ceñía sobre su vida perdiéndose en los oscuros recodos de una noche sin fin. Una ráfaga de aire helado acarició la montaña y meció con furia los lirios que descansaban sobre la tumba. En una roca se podía leer escrito con sangre:

“Aquí yace el corazón de un guerrero”


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