EL COMBATE (1)
Tenía los
ojos fijos en ella, la escultural figura lo miraba desafiante mientras su pecho
se movía rítmicamente a causa del cansancio. El combate se había prolongado más
de lo esperado y ambos contendientes se encontraban agotados por el esfuerzo.
Earvin miró a la esplendida mujer que tenía delante, observó el fiero brillo de
sus ojos de gata dispuestos a destrozarle el corazón de una estocada. Su mente se
trasladó a otros momentos y otros lugares, un tiempo en el que la mujer que
tenía delante había reinado en su vida destilando momentos de efímero placer,
por un instante pareció que su corazón blindado al dolor flaqueaba atravesado
por los recuerdos de una felicidad huida tiempo atrás. Aún hoy, no conseguía
entender como podía estar combatiendo con la mujer que amaba, no comprendía la
traición que le atenazaba las entrañas como un abrazo mortal. Le había dado
todo a esa arpía que ahora tenía delante, había renunciado a un reino, a una
vida cubierta de gloria, a la grandeza alcanzada en los campos de batalla, a
los placeres mundanos por satisfacer sus peticiones, por rodearla de una
felicidad que la hiciese inmune al dolor. La miraba con la rabia acurrucada en
su alma, con el corazón encogido por el dolor, aún la amaba con la fuerza de
mil gigantes, aún iría a las mismas puertas del infierno y se enfrentaría a una
legión de demonios hambrientos de su alma por arrancarle una sonrisa de sus
pérfidos labios. Había sido un poeta acomodado entre los brazos de Hanna, así
se llamaba la mujer que lo miraba con desprecio, la mujer que un día cercenó la
felicidad de su vida y huyó en busca de un paraíso que nunca encontró. La
persiguió durante años, derrotó a enemigos formidables, venció en batallas
colosales y con el paso del tiempo y de las guerras llegó a convertirse en
leyenda. Un guerrero formidable, un héroe dispuesto a sacrificar su vida por
derrotar a la injusticia. Una sonrisa se dibujo en sus labios, aquellos que
contrataban sus servicios, quienes buscaban al mercenario que no temía a la muerte,
no sabían que él ya había muerto mucho tiempo atrás, aniquilado por las
pérfidas palabras de una valkiria sedienta de poder y gloria. No temía a la
muerte porque estaba muerto, había regresado del infierno en el que luchó
durante largo tiempo pero su alma quedó atrapada allí, luchando por escapar de
una prisión de sentimientos que se había convertido en una eterna jaula dorada
de dolor, resignada a vivir en el mundo de los muertos, esperando la llegada de
un cuerpo que aún no sabía que había muerto hacía mucho, mucho tiempo. Durante
la búsqueda de sus sueños perdidos había luchado con tantos enemigos y había
matado a tanta gente que el único retazo de humanidad que le quedaba estaba
sujeto a la mujer con la que ahora luchaba dispuesto a sellar su destino para
siempre. Sabía que fuese cual fuese el resultado del combate que se estaba
desarrollando él iba a perder. Si vencía mataría el amor eterno que sentía por
un ser carente de sentimientos, si era derrotado moriría bajo el frío acero de
un corazón aún más frío, pero si algo tenía claro era que su orgullo le impedía
morir a manos de aquella persona que ya lo había matado una vez, esta vez no,
contaba con todos los medios para derrotar a un ser vil, a una arpía de pechos
turgentes y cálidas caderas, no esta vez no pensaba perder.
Una ráfaga
de aire helado le devolvió a la realidad, al combate fratricida con su pasado.
La mujer que tenía delante era morena, de piel blanca y ojos azules como el
cielo infinito, de una claridad diáfana. Un cuerpo esbelto repleto de curvas
seductoras y músculos que afianzaban aún más su feminidad y despertaban sus
oscuros deseos. Cuantos hombres, cuantos grandes guerreros habrán sido abatidos
por esos encantos pensó Earvin. Cuantos corazones habrán dejado de latir
amparados en el acero glaciar de unos cálidos brazos y unos labios prometiendo
placeres inconfesables. Por un momento una leve sonrisa apareció en sus labios,
una mueca casi inexpresiva de una historia que estaba a punto de alcanzar el
desenlace final. El pelo le caía sobre los hombros como una cascada de negras
promesas, cubriendo parte de su espalda desnuda. Un mechón rebelde se deslizaba
travieso por su rostro cubriendo uno de sus preciosos ojos. Cuanta belleza para
un corazón tan turbio, se hubiese perdido en las curvas de su cuerpo para
siempre, una vez lo hizo y fue muy feliz durante unos instantes que parecieron
una eternidad. Movió la cabeza con rabia, esos pensamientos demostraban su
enorme debilidad ante el adversario que tenía delante, no podía flaquear, la más
mínima duda le llevaría al lugar donde descansan eternamente los valientes. Su
adversario se movió con lentitud mientras las espadas describían movimientos
suaves en sus manos, las sujetaba con firmeza, unas armas talladas con absoluta
exquisitez que concordaban a la perfección con su dueña, finas líneas
prometiendo una muerte certera.
Hanna se
lanzó al ataque golpeando sin piedad, cada movimiento de sus espadas se
encontraba con la muralla defensiva de su adversario, los golpes eran repelidos
uno tras otro con furia. Una lluvia de ataques buscando terminar un combate que
se hacía interminable, golpe tras golpe Earvin retrocedía parando cada uno de
los ataques pero perdiendo un terreno que se hacia precioso. Los ojos de Hanna
brillaban con la rabia contenida, su garganta profería gritos que acompañaban a
cada golpe como un canto desesperado de muerte. Una de las espadas alcanzó el
torso de Earvin abriendo una brecha en su abdomen por la que comenzó a manar
sangre de forma abundante, pero él apenas si sintió la herida. Retrocedió aún
más de un salto y se preparó para un nuevo ataque. Ella lo miraba desafiante,
mientras su pecho continuaba subiendo y bajando con asombrosa rapidez. El
cansancio comenzaba a hacer mella en su cuerpo, sus movimientos felinos se habían
tornado más lentos y torpes, pero conservaba toda la rabia contenida, quería
matar a ese individuo, desterrarlo para siempre al mundo del olvido y mandar su
alma al infierno de donde nunca debió salir, ella no sabía que eso ya era
imposible, no se puede matar aquello que esta muerto. Earvin sonrió con
amargura y de sus labios tan solo salió unas palabras.
-
Esta vez no, mi amor, esta vez no puedes dañarme.
Ella grito y se lanzó de nuevo a
un ataque sin descanso buscando la muerte de quién le había dado todo, era el
único que conocía su historia, la única persona que conocía todos sus secretos,
todas sus debilidades, el único que conocía lo pérfido de su corazón y las
traiciones que le habían llevado a ostentar todo el poder del que gozaba en
estos momentos, y no estaba dispuesta a perder todo eso por una historia de
amor que para ella ya no significaba nada. Tenía que haberlo matado cuando tuvo
la oportunidad, cuando estaba de rodillas ante ella y suplicaba que no se
marcharse, cuando las lágrimas bañaban su rostro y pedía a gritos una muerte
que le alejase para siempre del dolor, había sido un error, el único error de
su vida, debía haber acabado con él en ese instante y ahora los fantasmas del
pasado la acosaban. Las espadas describían círculos en sus manos buscando dar
el golpe de gracia que pusiese fin a una historia inacabada, una historia que
tenía su final en los Montes Perdidos.
Earvin paró el último golpe de su
contrincante y su puño se estrelló contra su rostro, Hanna salió como impulsada
por un resorte y cayó de bruces a varios metros de distancia, rodó sobre sí
misma y termino en pie a diez metros de distancia. Sangraba con profusión por
la nariz, la sangre resbalaba por sus labios
y goteaba sobre su pecho. Sus
ojos destilaban un odio irracional, por un instante Earvin pensó que eran los
mismos ojos de un demonio los que tenía delante. A pesar del amor, del dolor,
de la traición, de las promesas incumplidas y las heridas abiertas no podía
dudar ni un instante, la más mínima duda le costaría la muerte y en estos
momentos no estaba dispuesto a morir a manos de la zorra que tenía delante.
Esta vez fue él el que se lanzó a
por su rival. La espada que había quitado la vida a tantos y tantos tiranos, a
cientos de demonios y a todas aquellas aberraciones que se habían cruzado en su
camino buscó el corazón de la mujer que tenía delante. Ella se preparó
esperando la acometida, giró sobre si misma esquivando la primera estocada y
una de sus espadas intentó alcanzar el cuello de Earvín, éste se agachó evitando
el golpe final, su espada cambió de dirección y se hundió en el hombro de Hanna
mientras una patada en la rodilla la mandaba al suelo y le hacía perder una de
sus espadas. Ambos terminaron en el suelo pero Earvin se levantó con rapidez
observando los intentos de su contrincante por recuperar la vertical. Ella se
apoyo en la espada y consiguió levantarse con un enorme esfuerzo. La espada de
Earvin empapada en la sangre de ella miraba al suelo y unas gotas escapaban de
su filo estrellándose en el suelo y mezclándose con la tierra. Ella había
perdido la mirada desafiante, ahora sus ojos reflejaban miedo, el miedo a ver
la muerte tan cercana, jamás había tenido que enfrentarse a ella, siempre había
conseguido esquivar sus embates y burlarla pero finalmente la tenía delante
dispuesta a cobrarse todas las mentiras y traiciones de su oscuro corazón.
Dejó caer la espada al suelo y
miró suplicante a su rival. Earvin se acercó a ella con la espada en la mano
hasta llegar a su altura. Sus ojos negros reflejaban la eterna tristeza que
atenazaba su vida, sus ojos se encontraron como años atrás y él no pudo evitar
que una sonrisa apareciese en sus labios, de repente ella se desplomó y él dejó
caer la espada y la cogió entre sus brazos para evitar que cayese. Sabía que
acababa de librar al mundo de un ser horripilante, que la preciosa mujer que se
moría entre sus brazos había cometido muchas atrocidades para su propio
beneficio y que alguien tenía que erradicar su existencia de la faz de la
tierra, había sido él. El único ser humano que la había amado aún sabiendo lo
que era, que habría dado su propia vida por retener la felicidad a su lado
eternamente, había sido quién acabase con su vida para siempre. Las lágrimas
surcaban su rostro, mudos testigos de su eterna devoción mientras los últimos
vestigios de una vida escapan entre sus brazos.
-
Lo siento, dijo ella.
Earvin no dijo nada, sus labios
se acercaron a los de ella y se fusionaron en un beso eterno que apenas duró
unos segundos, cuando sus labios se separaron ella ya estaba muerta, el azul
infinito de sus ojos se reflejo en los ojos negros, como la misma muerte, del
guerrero. La abrazó contra su pecho mientras lloraba como aquel niño que huyó
de su vida cuando ella lo dejó. Se levantó con ella en brazos y la depositó con
toda la dulzura del mundo sobre unos lirios que crecían silvestres, excavó con
su propia espada la tumba donde descansaría eternamente su corazón y allí en
los Montes Perdidos dejó enterrada para siempre su vida.
“Aquí yace el corazón de un
guerrero”
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