lunes, 23 de mayo de 2016

EL SAMURAI

La espada dibujó un trazo simétrico, una figura donde la muerte bailaba una tétrica coreografía en el expolio de una vida marchita. La sangre manaba como efluvios carmesí erosionando las entrañas pútridas de monstruos sin nombre. Una danza macabra de miembros cercenados esparcidos por batallas tan antiguas que ni el tiempo tiene recuerdo de ellas, una marabunta de asesinos sin alma que venden su vida por un pedazo de gloria o por un lugar en el santuario de los héroes muertos. Poco importan los motivos que visten una traición, los caminos que llevan hasta el filo de una katana afilada, los gritos ahogados tras un golpe certero que trae la oscuridad al deseo, que mancha de silencios la algarabía de ejércitos enteros, que presenta sus respetos a una muerte mezquina. Los enemigos caían como hojas arrancadas del árbol de la vida, mutiladas por la sed insaciable que deja en el alma la justicia. Había tantos enemigos como estrellas brillaban en el oscuro firmamento, pero su luz se apagaba con cada golpe, con cada movimiento, con cada suspiro arrancado de sus necias gargantas. La doncella yacía a los pies del samurai, estoica como la belleza serena por las que los hombres suspiran pero que ninguno puede tocar, altiva y a la vez frágil, como un pétalo raptado de la fragancia de una rosa eterna; aferrada a la oscura esperanza de un adalid que regalaba la muerte para preservar una vida, temblorosa como una brizna de hierba agitada por una tormenta que deseaba arrebatarle hasta su último aliento. Un último movimiento de su katana escribe el epílogo de una muerte anunciada, rubrica con sangre que el amor ha ganado esta batalla, que la justicia manchada de sangre es la más bella dama.


HAY MOMENTOS EN LOS QUE LA MUERTE 
ES LA ÚNICA FORMA DE REGALAR UNA VIDA,
DONDE LA JUSTICIA ES UNA DONCELLA DESNUDA
QUE BUSCA UN GUERRERO QUE LA SEDUZCA.

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